Fragmento de la obra literaria:
El Lazarillo de Tormes
"Otro día, no pareciéndome estar allí seguro, fuime a un lugar que llaman Maqueda,
adonde me toparon mis pecados con un clérigo que, llegando a pedir limosna, me
preguntó si sabía ayudar a misa. Yo dije que sí, como era verdad; que, aunque
maltratado, mil cosas buenas me mostró el pecador del ciego, y una dellas fue
ésta. Finalmente, el clérigo me recibió por suyo. Escapé del trueno y di en el
relámpago, porque era el ciego para con éste un Alejandro Magno, con ser la
mesma avaricia, como he contado. No digo más sino que toda la lacería del
mundo estaba encerrada en éste. No sé si de su cosecha era, o lo había anexado
con el hábito de clerecía.
Él tenía un arcaz viejo y cerrado con su llave, la cual traía atada con un agujeta del
paletoque, y en viniendo el bodigo de la iglesia, por su mano era luego allí
lanzado, y tornada a cerrar el arca. Y en toda la casa no había ninguna cosa de
comer, como suele estar en otras: algún tocino colgado al humero, algún queso
puesto en alguna tabla o en el armario, algún canastillo con algunos pedazos de
pan que de la mesa sobran; que me parece a mí que aunque dello no me
aprovechara, con la vista dello me consolara. Solamente había una horca de
cebollas, y tras la llave en una cámara en lo alto de la casa. Destas tenía yo de
ración una para cada cuatro días; y cuando le pedía la llave para ir por ella, si
alguno estaba presente, echaba mano al falsopecto y con gran continencia la
desataba y me la daba diciendo: “Toma, y vuélvela luego, y no hagáis sino
golosinar”, como si debajo della estuvieran todas las conservas de Valencia, con
no haber en la dicha cámara, como dije, maldita la otra cosa que las cebollas
colgadas de un clavo, las cuales él tenía tan bien por cuenta, que si por malos de
mis pecados me desmandara a más de mi tasa, me costara caro. Finalmente, yo
me finaba de hambre. Pues, ya que conmigo tenía poca caridad, consigo usaba
más. Cinco blancas de carne era su ordinario para comer y cenar. Verdad es que
partía comigo del caldo, que de la carne, ¡tan blanco el ojo!, sino un poco de pan, y
¡pluguiera a Dios que me demediara! Los sábados cómense en esta tierra cabezas
de carnero, y envíabame por una que costaba tres maravedís. Aquella le cocía y
comía los ojos y la lengua y el cogote y sesos y la carne que en las quijadas tenía,
y dábame todos los huesos roídos, y dábamelos en el plato, diciendo:
“Toma, come, triunfa, que para ti es el mundo. Mejor vida tienes que el Papa.”
“¡Tal te la de Dios!”, decía yo paso entre mí.
A cabo de tres semanas que estuve con él, vine a tanta flaqueza que no me podía
tener en las piernas de pura hambre. Vime claramente ir a la sepultura, si Dios y
mi saber no me remediaran. Para usar de mis mañas no tenía aparejo, por no
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tener en que dalle salto; y aunque algo hubiera, no podía cegalle, como hacía al
que Dios perdone, si de aquella calabazada feneció, que todavía, aunque astuto,
con faltalle aquel preciado sentido no me sentía; mas estotro, ninguno hay que tan
aguda vista tuviese como él tenía. Cuando al ofertorio estábamos, ninguna blanca
en la concha caía que no era dél registrada: el un ojo tenía en la gente y el otro en
mis manos. Bailábanle los ojos en el caxco como si fueran de azogue. Cuantas
blancas ofrecían tenía por cuenta; y acabado el ofrecer, luego me quitaba la
concheta y la ponía sobre el altar. No era yo señor de asirle una blanca todo el
tiempo que con el viví o, por mejor decir, morí. De la taberna nunca le traje una
blanca de vino, mas aquel poco que de la ofrenda había metido en su arcaz
compasaba de tal forma que le turaba toda la semana, y por ocultar su gran
mezquindad decíame: ..."
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